lunes, agosto 21, 2017

Declararle la paz a las drogas. Entrevista con Juan Pablo Escobar



Declararle la paz a las drogas

Entrevista con Juan Pablo Escobar*

Ariel Ruiz Mondragón

 

Si en su primer libro, Pablo Escobar, mi padre (Planeta, 2014), Juan Pablo Escobar (Medellín, Colombia, 1977) relató diversos episodios que vivió y conoció al lado del narcotraficante más célebre de la historia, en su más reciente obra busca, mediante otros testimonios, revelar fuentes y conexiones que hicieron posible su enorme poder económico, político y militar. Sin embargo, también busca la comprensión y reconciliación con varios personajes que fueron enemigos y víctimas de su progenitor.

El autor (arquitecto y diseñador industrial que, por la persecución que ha vivido durante más de dos décadas, tuvo que cambiar su nombre por el de Juan Sebastián Marroquín Santos) conversó con Horizontum a propósito de su libro Pablo Escobar in fraganti. Lo que mi padre nunca me contó (México, Planeta, 2017), un ejercicio de memoria y reconciliación.

 

Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué hoy un libro como el suyo, esta “contribución a la verdad y a la reparación simbólica de quienes fueron afectados por los crímenes cometidos por Pablo Escobar”, como usted escribe?

Juan Pablo Escobar (JPE): Mi compromiso al escribirlo tiene que ver con la verdad de lo que ocurrió en el pasado, y creo que en esta segunda oportunidad tengo la opción de acercarme a los peores enemigos de mi padre para que ya no fuera solamente mi propia visión sobre él sino la de quienes más lo odiaron, y también la de quienes le sobrevivieron como enemigos tras haber sido sus socios y amigos en el pasado.

Mi compromiso también es revelar la enorme corrupción que hizo posible que mi padre ostentara semejante poder económico y militar en las décadas de los ochenta y noventa. Esto se explica y se entiende por las relaciones que tenía con la CIA para financiar la lucha anticomunista en Centroamérica a principios de los años ochenta, y también con la DEA, como lo revelo en el capítulo llamado “El tren”.

 

AR: Sobre lo que comenta acerca de los amigos y enemigos, en la primera parte del libro está su relación con Aaron Seal, hijo de Barry Seal, quien fue piloto del Cártel de Medellín y después asesinado, y con William Rodríguez Abadía, hijo de Miguel Rodríguez Orejuela, uno de los jefes del Cártel de Cali. Para un proceso de paz como el de Colombia, ¿qué significan estos encuentros con los hijos de los rivales de su padre?

JPE: Tienen un enorme significado porque es el ejemplo de que no solamente los colombianos (porque somos nuestros peores enemigos nosotros mismos) podemos reconciliarnos, sino también de que podemos hacerlo con los que están fuera, como lo demuestra el caso de Aaron Seal.

Creo que este libro retrata esa gran capacidad que tenemos los seres humanos de reconciliarnos a pesar de una enorme historia de violencia que nos puede conectar, como son no sólo los casos de William Rodríguez y de Aaron Seal sino también el de Ramón Isaza, jefe paramilitar, y su hijo.

Considero que esto muestra que la paz no es una teoría sino que es algo que podemos lograr perfectamente, que no es una utopía a la que siempre buscamos pero que no logramos alcanzar.

Este libro muestra que sí es perfectamente posible hacer la paz hasta con el peor de tus enemigos.

 

AR: Para hablar de la corrupción, me llama la atención cuál ha sido el papel de los norteamericanos en estos procesos de guerra en Colombia. En el libro están relatados varios asuntos, desde la historia de Barry Seal, de quien dice usted que fue agente de la CIA y de la DEA al mismo tiempo, y que trabajaba para su padre, hasta el capítulo “El tren”, en el que cuenta que bonitas mujeres eran usadas para transportar droga a Estados Unidos. ¿Cuál ha sido el papel de este país en todos estos procesos de violencia, delincuencia y corrupción?

JPE: Creo que este libro pone por lo menos una carga extra en la balanza en que se mostraba a Estados Unidos como aparentemente infalible en materia de corrupción, pero estas historias demuestran muy claramente que este país es tan corrupto como lo somos otros. No es asunto de entrar en comparaciones ni de decir quién es más bueno y quién es más malo, sino simplemente creo que este tipo de historias ayudan a reactivar el debate, que deberíamos tener como sociedad, de la inconveniencia de perpetuar más aún el prohibicionismo de las drogas, esta lucha desenfrenada y violenta.

En la medida que se le declara la guerra a lo que sea, sean las drogas, la pizza o los tacos, vas a tener violencia. Mientras no encontremos otra salida, vamos a tener para rato historias como las de Pablo Escobar porque se renuevan: puedes matar a todos los narcotraficantes pero al otro día habrá otro con la misma oportunidad y capacidad de hacer su trabajo.

Entonces yo creo que es momento de que empecemos a pensar en declararle la paz a las drogas.

 

AR: Como dice Aron Seal.

JPE: Exacto. Porque esa es realmente la manera en que debemos aproximarnos al problema. Hay una herramienta, que es la educación, que está subvaluada y que no es tenida en cuenta, pero tiene enorme poder sobre cómo nos forman a nosotros como personas, como seres humanos. Tampoco los padres están capacitados para educar a sus hijos y formarlos en materia de prevención y ayudarles a que decidan elegir no a la droga en el momento en que se las ofrezcan.

Pienso que hay que empezar a cambiar esta manera de ver el problema. El ejemplo del estado de Colorado, Estados Unidos, podría marcar la diferencia: hoy tiene un billón de dólares en virtud del impuesto que le ha puesto a la mariguana. Ese dinero podría estar en manos de un cártel de la droga, pero está en las de un gobierno. Eso no quiere decir que los políticos no sean delincuentes (porque muchos a veces se comportan como tales), pero es preferible que ese dinero esté en manos del Estado y que la sociedad pueda servir como garante para ver qué destino se le dan a esos fondos, que pueden ayudar con la disminución del consumo, con la educación de los chicos, con centros de rehabilitación y con atender tareas que hacen que la sociedad tenga que recurrir menos a las drogas.

Considero que el problema de las drogas va a seguir, prohíbanse o no, porque la gente se las va a arreglar para comprarlas y consumirlas.

Entonces es un problema de educación y de límites de la sociedad, pero no lo solucionaremos con ametralladoras: ya vimos los resultados cuando las utilizamos para decirle a la gente lo que puede consumir y lo que no. Así salen a la luz historias como la de Pablo Escobar.

 

AR: Me llamaron mucho la atención las partes políticas del libro. En el capítulo dedicado a Alberto Santofimio se señala que Escobar tuvo una intervención política fuerte, desde que fue electo a la Asamblea de Representantes hasta los atentados que le costaron la vida al ministro de Seguridad. ¿Cuál fue su peso político? Usted habla, por ejemplo, de que había una pablopolítica.

JPE: Sabemos más de los cárteles norteamericanos que de la pablopolítica en Colombia: no tenemos idea de nada, y no creo que vaya a cambiar mucho. Me imagino que muchos conocen el riesgo que implica abrir una investigación para entender verdaderamente las redes de Pablo Escobar y la política en Colombia.

Siempre se ha utilizado su nombre para manchar a determinados personajes; a lo que me opongo es a que se utilice el nombre y la historia de mi padre para salir a enlodar a quienes probablemente estén sucios pero por otros pecados y otros delitos. Dicen “armemos una causa a fulano de tal y digamos que era amigo de Pablo Escobar y metámoslo a la cárcel”; con eso no estoy ni estaré nunca de acuerdo.

Yo he estado preso por ser el hijo de Pablo Escobar y he tenido unas experiencias en la cárcel que no se las deseo ni al peor de mis enemigos. Ese capítulo de Santofimio fue resultado de mi experiencia en la prisión y de entender lo que se sufre al estar en ella y saber que eres inocente. Entonces quizá ese señor puede ser culpable de miles de delitos, pero no por el que fue condenado. Hay una cuestión práctica y simple de ver: las fechas, que son imposibles de modificar, hechos que son imposibles de mover en el tiempo como si fuera un rompecabezas que vamos armando como nos dé la gana. Creo que en este caso la justicia de mi país se ha preocupado más por dar una apariencia de eficacia que por serlo verdaderamente.

 

AR: En el pie de una foto del libro hace una declaración fuerte: “La política fue la perdición de mi padre”. ¿Por qué?

JPE: Porque él quiso ingresar a una mafia que estaba mucho mejor organizada que la que él dirigía. Con respeto por los pocos políticos honestos que debe haber por allí, para mí la política es la auténtica delincuencia organizada. Ellos sí están bien ordenados.

 

AR: Otro de los grandes fenómenos que hubo en Colombia fueron los paramilitares. ¿Cuál fue la relación de Pablo Escobar con ellos?

JPE: Mi padre fue fundador del grupo MAS (Muerte a los Secuestradores) como resultado del secuestro de Martha Nieves Ochoa. Mancomunadamente, todos los narcos del momento se unieron para formar un grupo de autodefensa en virtud de las amenazas de grupos guerrilleros que querían secuestrar a sus familiares, porque decían que no iban a ir con las autoridades a pedir ayuda porque la plata que tenían era producto de la droga.

En virtud de eso, y con el enorme poder económico que ya tenían los narcos, pues se unieron; en connivencia con las autoridades locales, el Ejército y la Policía, hicieron una gran reunión en la hacienda Nápoles, donde había más de 300 personas, que dieron origen al primer grupo, cuyo mando fue delegado a los hermanos Castaño Gil. Por eso fue que ellos empezaron a administrar esa violencia y ese poder, y a hacerse muy amigos de la autoridad, porque ellos como paramilitares hacían el trabajo sucio que esta no podía hacer.

Entonces se empezó a formar una connivencia entre los agentes del Estado y los paramilitares en virtud de que tenían un enemigo en común, que era la guerrilla. Eso facilitó mucho la coexistencia entre esas dos fuerzas militares: la que era legal, amparada por el Estado, y la ilegal.

Y allí es donde apareció Ramón Isaza, un campesino que quiso ser reclutado por la guerrilla, y fue amenazado; se convirtió, como muchos otros campesinos, en alguien que decidió tomar las armas para defender su tierra, su espacio, su familia y su pueblo, y comenzó este fenómeno de la izquierda versus la ultraderecha.

 

AR: Sobre estas definiciones políticas, en el testimonio de Otty Patiño, fundador del M-19, comentaba que Pablo Escobar se autodefinía como de “izquierda”. En las campañas electorales hacía referencia a los pobres y decía que iba a combatir la pobreza. ¿Cómo lo ubicaría usted ideológicamente?

JPE: Hay una entrevista que le hizo Yolanda Ruiz a mi padre, y le preguntó si él se definía como un hombre de izquierda o de derecha, y su respuesta fue contundente: decía que no le gustaba que lo encasillaran en ninguno de los dos lados, que si él veía una buena idea en la izquierda la apoyaba, y si la veía en la derecha la respaldaba. A él no le gustaba pertenecer ni a un lado ni al otro, le gustaban las buenas ideas.

 

AR: Al respecto, ¿cómo fue su relación con las guerrillas?

JPE: Muy poco o casi nada, porque el papel de la guerrilla en aquel entonces era más bien tímido; si en su territorio había siembra de la planta de coca, podía cobrar un impuesto por la vigilancia. Allí se ganaba unos pesos, pero nunca se habían involucrado, como lo hicieron posteriormente en épocas como las de ahora, en el negocio del tráfico de drogas.

Entonces con ellas la relación fue prácticamente nula; mi padre en ese momento tenía todo el negocio para él tanto desde la etapa de la producción hasta la logística y el envío hacia Estados Unidos. La guerrilla era como un mundo separado; el Estado se ocupaba de combatirla y ella de enfrentarlo.

Con las FARC no hubo una relación directa más allá de la historia de uno de los miembros que estuvo en la mesa de negociaciones de la paz en La Habana. Mi padre le dio refugio a esa persona en Estados Unidos, y lo puso a trabajar en una estación de gasolina que tenía en ese momento. Pero no me consta que se haya dedicado a actividades de narcotráfico, sino simplemente estuvo en esa estación de mi padre y ahora aparece como miembro de las FARC.

 

AR: En otra parte del libro usted hace señalamientos muy puntuales sobre la serie Narcos, de Netflix. Al respecto me interesa su opinión de cómo ha sido representado su padre en el cine y la televisión. Podemos ir desde aquella serie y la película de Benicio del Toro, hasta llegar a su propio documental.

JPE: La de Benicio del Toro es la vergüenza más grande; deberían devolver la plata a todos los que pagaron por ir a verla. Le metieron mar a Medellín, y el mar más cercano a esa ciudad está a 800 kilómetros, pero la rodearon de playas, lo que les importó nada en la historia.

Lo que debo decir es que yo nunca me opongo a que se cuenten historias relacionadas con mi padre…

 

AR: Usted dice que es una historia digna de ser contada pero no de ser imitada…

JPE: Ni mucho menos glorificada, que es allí donde radica la diferencia entre la manera en que yo cuento las mismas historias, porque ellos no las cuentan completas. A la serie de Netflix le faltan un par de capítulos que están en este libro, y ahora ya entiendes por qué, cuando yo me acerqué a ellos seis meses antes de que filmaran la primera temporada, me dijeron “no nos interesa saber tu historia”. Ellos saben más de las vidas de Pablo Escobar, de mí y de mi madre que nosotros que la vivimos; ellos la vieron por televisión y se las saben todas, mientras que nosotros no sabemos nada. Muy particular su visión.

Entonces yo no me opongo a que se cuenten las historias, y creo que hay que hacerlo; la peor idea es no relatarlas. Pero si se hace glorificando la actividad criminal de mi padre, y si se crea, a través de las licencias que te da la ficción, una especie de superhéroe, se genera una nueva generación de jóvenes que tienen el deseo de convertirse en narcotraficantes. Así, estarán dispuestos a lo que sea con tal de meterse al narco porque la imagen que tienen del traficante es de un ser todopoderoso al que las balas nunca tocan, que nunca llora, que siempre está rodeado de chicas bonitas, de mansiones y de cosas maravillosas.

Entonces tienen glorificada esa actividad y piensan que la van a pasar como lo muestran en la serie, en la que mi papá se esconde cada vez en mansiones más bonitas y más grandes mientras más lo persiguen. Pero en realidad fue al revés: a mayor cantidad de dinero y de poder de mi padre, mayores fueron las cantidades de sufrimiento y de pobreza en que nos tocó vivir. Nosotros no vivimos, de ninguna manera, en mansiones como las que muestran allí.

Esa es la glorificación de la actividad criminal; después de la publicación de las series yo recibo por las redes sociales mensajes y fotos que miles de jóvenes me mandan desde Australia, Nepal, Filipinas, España, desde cualquier país latinoamericano. Allí aparecen disfrazados como mi papá, hablan como él (me mandan mensajes de voz queriendo amenazar como lo hacía él) y diciéndome “quiero ser narco porque acabo de ver la serie”. Les parece que es cool, una idea muy buena. Eso es grave.

Hace poco presenté este libro en Buenos Aires y me pasó algo que siempre recuerdo con mucha alegría: entre 300 personas, un adolescente se puso de pie y me dijo: “Quiero contarte cómo supe yo de tu papá: yo tenía 8 años cuando vi a mi abuela mientras miraba la televisión, y allí estaba la imagen de tu padre. Entonces pregunté quién era ese señor”. Enterado, se volvió un fanático de esa historia; ahora tiene 13 años. Es decir, hace cinco años que está en su cabeza Pablo Escobar como el gran tema. Me dijo que había visto la totalidad de las series y todos los libros posibles, hasta que leyó los dos míos, y me dijo: “Todas las veces que vi las series y que leí todos los libros, siempre quise ser como tu papá, hasta que leí tus dos libros. Entonces quise ser un periodista y no más un mafioso”.

Entonces allí ves la diferencia de cómo llega el mensaje, aunque sea con las mismas historias; la responsabilidad en la manera como las cuentas es lo que hace la diferencia a la hora de transmitirlas. Yo sé que vendería el triple de libros si usara la fórmula de Netflix para la glorificación del narco, pero no la utilizo porque es irrespetuosa con las verdaderas lecciones que nos quedaron a todos de estas historias.

 

AR: Al respecto también está su documental.

JPE: Fue un gran abridor de puertas; me hizo escritor y gracias a él la editorial me contactó y me propuso el primer libro, y ahora estamos con el segundo. También me abrió muchas puertas en la reconciliación con muchas otras familias que, obviamente, no participan en el documental. Me he podido reconciliar no solamente con los que aquí presento, sino también con otras muchas víctimas anónimas que, por motivos personales, decidieron no aparecer, y es respetable.

Considero que ese documental rompió con todos los tabúes que había en Colombia; cuando presentamos el documental en el país y hablábamos de la reconciliación y el perdón nos miraban como si dijeran “aquí todo lo resolvemos a tiros, estos qué están hablando del perdón, de reconciliación, ¿cuál diálogo’”. Como que ni nos creían.

Pero es un asunto real, y hoy es más necesario que nunca en nuestro país si queremos sacar adelante todo este proceso tan arduo y tan necesario de reconciliación hacia el futuro, porque los colombianos somos los peores enemigos de los colombianos. Esa cultura de la violencia es la que tenemos que lograr modificar a través de proyectos y del ejemplo. Al margen de decir “mi documental”, estos libros también los escribí (sobre todo este segundo) para marcar cuan capaces somos los seres humanos de reconciliarnos, independientemente de las historias de violencia que nos unan.

 

AR: Usted relata que en sus últimas 72 horas de vida Pablo Escobar tuvo que violar las reglas de seguridad al intentar comunicarse con ustedes; hubo un momento en que consideró que era su vida o la de su familia. Usted es crítico con su padre, pero ¿qué rescataría de positivo de él?

JPE: Para mí fue el mayor acto de amor de él hacia su familia entregar su vida soberanamente, de decir “okey, me voy a dejar encontrar, voy a empezar a hacer las llamadas yo”, porque las pudo haber hecho cualquier otro. Ni siquiera se puso los zapatos, que nunca se los quitaba, y por eso apareció descalzo cuando murió; cuando uno se va a escapar se pone los zapatos, no se los quita. Eso marcó también una decisión de él en lo que para mí es su mayor acto de amor: decidir quitarse la vida para que nuestra familia fuera liberada, porque nosotros ya estábamos en condición de rehenes del Estado. De hecho así lo reconocen funcionarios de aquel entonces: entendieron que la única manera de poder atrapar a mi padre era usando a su familia como carnada. Y así lo han reconocido ya, no es una teoría sino una realidad.

 

AR: ¿Quién venció a su padre? Hay varios actores: el Estado colombiano, el imperio estadounidense, la banda de delincuentes conocida como los Pepes (Perseguidos por Pablo Escobar)…

JPE: Todos los anteriores y en ese orden.

 

AR: En alguna parte del libro incluso se habla de una traición familiar…

JPE: La realidad es que al final los únicos que no éramos Pepes éramos Pablo Escobar, su esposa y sus dos hijos. Eso incluye a todas las instituciones, los empresarios, la DEA, la CIA, los norteamericanos, el Ejército… Todos eran Pepes, menos nosotros.

Al final los Pepes fueron un conglomerado de instituciones, de agencias, de bandidos, de empresarios, de víctimas, de victimarios, de todos contra mi padre. Como nosotros no estuvimos dispuestos a negociar ese amor por él, por eso seguimos viviendo en el exilio. Toda la familia de mi padre, que sí negoció y en vida de él, se puede quedar en Colombia tranquila por eso y no le pasa nada. Esa es la gran diferencia, y eso muestra también la gran traición de la que él fue víctima por parte de su propia familia.

Al final yo creo que a mi padre lo destruyó la naturaleza misma del negocio en que se metió: yo no conozco narcos jubilados, no existen. Si los hay, pasaron años o la mitad de su vida en la cárcel y vieron morir a la mitad de sus familiares y no son felices. Entonces a la larga no es buen negocio.

 

AR: Usted ha sido muy bien recibido en México; en el libro cuenta desde las conferencias que ha dado en escuelas ante cientos de jóvenes, hasta su presentación en el Senado de la República. A un país que está inmerso en esta guerra contra las drogas, ¿qué le dice usted desde su experiencia personal pero también desde la colectiva del proceso de paz en Colombia?

JPE: A México le diría que respeto absolutamente todos sus asuntos internos porque es una nación soberana. Pero sí puedo compartir mi experiencia como colombiano, y tengo, aunque sea un poquito, derecho a decir algo aquí porque estoy casado con una mexicana, y mi hijo lleva sangre mexicana.

Nos afecta y nos duele lo que hemos visto de cómo el país ha sufrido una violencia que tristemente comienza a parecerse a aquella que vivimos los colombianos en décadas pasadas.

Yo creo que esto es el resultado de una política internacional que se repite exactamente igual en todas partes donde la apliques con ferocidad, que es el prohibicionismo, y que es la garantía de la violencia, del enfrentamiento entre las clases sociales, de la división y de la corrupción que financia ese gran poder económico y militar. Mientras se siga con la mirada del prohibicionismo, lamentablemente yo no le auguró futuro en paz a ningún país. No es cuestión de México sino de la sociedad en general, y yo creo que hay que empezar a escuchar que grandes líderes comienzan a hacer un llamado a la paz de las drogas. Pienso que si en 100 años no lo logramos avances con el prohibicionismo, ¿quién nos garantiza que aplicando la misma fórmula ahora sí lo vamos a lograr?

Desde el principio hasta el final los narcotraficantes nunca han estado más empoderados a nivel de dinero y a nivel militar. Eso es real y sigue pasando en la cotidianidad. En la medida en que no cambiemos la mirada tendremos que prepararnos para seguir viendo un resurgimiento sistemático de más Pablos Escobar.


*Una versión más breve de esta entrevista fue publicada en Horizontum, núm. 13, mayo–junio de 2017.

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